Aguas contaminadas
En estos días, recorriendo los caminos del Vicariato, he vivido una experiencia particular – las inundaciones en la comunidad de La Asunta. Tal vez han visto algunas imágenes en los medios de comunicación que mostraron a la gente caminando en el agua, sacando sus vituallas, algunas casas derrumbadas; el agua sucia entró hasta la iglesia parroquial y las casas parroquiales.
Esta experiencia me hace pensar en otras realidades que afectan la vida de muchas familias y de esta familia grande que es la Iglesia. Las leyes que se promulgan en algunos países contra la vida familiar, contra la vida de los niños en el seno de la madre; la desintegración familiar causada muchas veces por la falta de un empleo estable, el consumo de droga que hace una vida familiar insoportable, los niños ambulantes en la calle y los niños trabajadores…
También no son ajenas las aguas contaminadas que entraron al interior de nuestra Iglesia. San Lucas ya advierte a la comunidad cristiana que tenga cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida (cf. 21, 34-36).
El mensaje final del Sínodo sobre la Nueva Evangelización nos recuerda también “que hemos de reconocer con humildad que la miseria, las debilidades de los discípulos de Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la misión. Somos plenamente conscientes, nosotros los Obispos, los primeros, de no poder estar nunca a la altura de la llamada del Señor y del Evangelio, que hemos de reconocer humildemente nuestra debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de reconocer nuestros pecados personales”.
Signos de esperanza
Pero también en la Asunta, mientras el agua llenaba los espacios de las viviendas, derrumbando algunas, y llenando los ambientes parroquiales, hubo un grupo de personas que trabajaba de manera conjunta, llenando las bolsas con tierra, colocando grandes tubos para desaguar el terreno y aliviar la inundación, manejando las maquinaria pesada para abrir los canales, trayendo y repartiendo los víveres, etc…
Hoy también encontramos las familias fuertes en la fe, los laicos que trabajan generosamente por el bien común, los enfermos que asocian su sufrimiento con Cristo para la salvación del mundo; los sacerdotes y los miembros de la Vida Consagrada que no se desaniman frente a las múltiples dificultades sirviendo a los más pobres y sufridos de la sociedad, sacando su fuerza del encuentro personal con Cristo. Tengo también presente a todos nuestros bienhechores, que con sus oraciones y solidaridad fraterna, nos ayudan en la obra evangelizadora en nuestra Iglesia local.
Al finalizar el año litúrgico, y en el comienzo del adviento, quiero agradecer a todas las personas que toman en serio la llamada a la conversión personal, comunitaria y pastoral. De esta manera contribuyen en la purificación personal, familiar, eclesial y social. Esta pureza nos ayudará acoger con nuevo fervor y gozo la Palabra del Señor, para que se haga carne, vida en nosotros.
Agradezco también a todos que movidos por el Espíritu del Señor, se desvelan a comunicar la Palabra del Señor a sus hermanos y vivirla a través de las tres áreas pastorales (evangelización, promoción humana y comunión eclesial).
María, la Madre de Jesús y Madre nuestra, la primera creyente, en cuyo seno la Palabra de Dios se hizo carne, interceda por nosotros en este nuevo año litúrgico, y nos lleve al encuentro con su Hijo, fuente de vida verdadera para todos los que creen en Él.
El Señor les bendiga y acompañe.
+Antonio B. Reimann, OFM